Esta es la sexta entrega del folletín animalista que estoy publicando en este blog todos los viernes. Un libro por partes con el que quiero aprender y experimentar una nueva forma de escribir. Quiero hacer una buena novela juvenil, apta para todos los públicos, con el marco de la protección animal para dar a conocer y concienciar sobre esta realidad. Continuará el próximo viernes.
- PRIMERA PARTE: Un perro viejo, un perro bueno
- SEGUNDA PARTE: Un galgo con abrigo
- TERCERA PARTE: Un podenco con miedo a los hombres
- CUARTA PARTE: ¿Un perro perdido?
- QUINTA PARTE: ¿Alguna vez te has encontrado a un perro abandonado?
SEXTA PARTE
– ¿Es que este es el sitio oficial para abandonar perros? – preguntó alargando la mano. El mastín acercó su trufa enorme y olisqueó los dedos extendidos. Luego volvió a tumbarse trabajosamente. Era un animal imponente, de pelo espeso y con una cabeza enorme. Logan parecía pequeño a su lado.
– No sé qué le pasa, pero no puede caminar. Te has fijado en lo raro que apoyaba los cuartos traseros. Y también se ha tumbado de forma muy extraña. No creo que podamos llevarlo con nosotros – comentó su madre, que se había apoyado en un pino cercano y observaba al mastín dubitativa.
– Tal vez le hayan atropellado y tenga algo roto – dijo Martín poniéndose en cuclillas para verse en aquellos ojos oscuros y tranquilos. Posó una mano con delicadeza sobre el robusto cráneo del animal, que pareció indiferente a la caricia.
– Creo que lo mejor es que vayamos por el coche, intentemos que suba y le llevemos a la perrera. Anda, vamos – decidió su madre apartándose del árbol.
– No pienso moverme de aquí – replicó Martín con firmeza. – Puedes ir tú, yo me quedo con él esperándote –
– ¿Qué estás diciendo? No puedes quedarte aquí solo, cada vez hace más frío. En media hora estaremos de vuelta. Venga, vamos –
– Te estoy diciendo que no, mamá. No pienso tener otro perro perdido o abandonado en mi conciencia. Puedo quedarme aquí con Logan, que creo que el pobre agradecerá librarse de la caminata de vuelta a casa –
– Pero si vamos a volver enseguida. Y ese pobre animal no es capaz de irse a ningún sitio. Mira, si quieres puedes dejarlo atado al árbol para asegurarte – objetó ella mientras sacaba el collar y la correa viejos que había traído en el bolso.
Martín no respondió, se limitó a sentarse en el suelo, junto al mastín, sin dejar de acariciarle. El perrazo cerró los ojos y apretó la cabeza contra el muslo del chico. Tal vez no era tan indiferente a las caricias como parecía. Logan eligió ese momento para tumbarse frente a ellos. Su madre dirigió un suspiro a las copas de los pinos y le lanzó una bola hecha con la correa y el collar al regazo.
– Si algún encapuchado me viola de camino a casa, eso sí que pesará en tu conciencia –
– No va a pasar, estoy completamente tranquilo. Y si alguien intenta algo, pobrecito – contestó él sacando la lengua y luego riendo mientras esquivaba con éxito relativo la piña húmeda y vetusta que su madre le lanzó a la cabeza.
– Intentaré acercarle al aparcamiento para que no tengas que meter el coche por estos caminos – gritó a la figura que se alejaba.
Esperó unos diez minutos de aquella manera, con Logan sesteando a medio metro y examinando al mastín que tenía a su vera. No se sentía aún con la confianza suficiente para levantarle el belfo y mirar sus dientes, pero algo le decía que vería unas piezas amarillas y gastadas. La cabeza era casi completamente blanca, así que no había canas delatoras de su edad como en el hocico y en torno a los ojos de Logan, pero nada en él recordaba a un cachorro. Tenía una pequeña cicatriz cerca de la oreja y semillas y palitos enredados en el pelo, se entretuvo quitando algunos. Era agradable notar el calor suave que irradiaba el perro en sus manos desnudas. No tenía collar, pero al recorrer su cuello con las manos se notaba en el pelaje que lo había llevado. Cuando probó a ponerle el viejo de Logan, el mastín levantó la cabeza y le miró atento. Le valía, pero por los pelos. Lo tuvo que abrochar en el último agujero. Luego enganchó la correa y se puso en pie. El mastín se incorporó a su lado como pudo.
– Bueno, parece que sabes perfectamente lo que es pasear con una correa. Vamos a ver si somos capaces de llegar al parking, no tenemos prisa –
Resultaba angustioso verle avanzar, pero el mastín no se quejó en ningún momento. No parecía por su actitud que le doliera especialmente. Tenía los cuartos traseros muy delgados, casi sin fuerza. Una de las patas la arrastraba más que usarla para andar. Martín se dio cuente de que tenía la zona exterior de la almohadilla en carne viva y se detuvo para envolvérsela como pudo con su cuello de forro polar. Iban muy despacio, seguidos por Logan.
– Vamos tío duro, que nos queda poco. Enseguida llegamos – le animó Martín en cuanto avistó el aparcamiento. Su madre aún no había llegado, pero no pararon hasta llegar a la zona de los coches. El perro cada vez perdía más las patas traseras al andar y le daba miedo que no llegasen nunca si se detenían.
– Ser un perro pequeño tiene sus ventajas – comentó a su pequeño séquito cuadrúpedo mientras se sentaba en un bordillo – Podría haberos traído en brazos a los dos sin mayor problema. De hecho podría haberos llevado en brazos hasta la perrera. Pero a mí me gustan los perros grandes. Yo soy grande, no me pegaría un perro pequeño –
Logan le miraba como si entendiera, sentado con los ojos y las orejas atentas. Jadeaba en exceso para el poco ejercicio que habían hecho y la temperatura que hacía. El mastín había vuelto a tumbarse. Y el frío cortaba. Martín pensó por un momento en recuperar su cuello, pero lo descartó rápidamente y se arrebujó en el abrigo. También descartó sacar el móvil para matar la espera, prefería tener las manos en los bolsillos. Por suerte su madre tardó apenas unos cinco minutos en llegar con su viejo Ford Focus blanco y, por supuesto, intacta. Traía un paquete de salchichas, una bolsa con pienso, un bol y una botella de agua. Probablemente con la maternidad se desarrollaba el empeño por procurar que nadie a su alrededor pasara hambre y sed.
– Sube a Logan en los asientos traseros. Creo que el mastín irá mejor tumbado en el maletero, pero tendremos que subirle entre los dos hasta ahí arriba sin hacerle daño – explicó mientras veían comer y beber al animal.
Costó, pero menos de lo que parecía. El perro ayudó y, por suerte, en las patas delanteras sí tenía fuerza. Martín solo tuvo que ayudarle sosteniendo la parte de atrás.
– Eres un perro listo. Y un tío duro, de nuevo no se te ha oído una queja. Y es imposible que no te duela –
La perrera municipal estaba en las afueras, relativamente cerca del polígono industrial y una estación de tren en desuso. Andando les habría llevado unos veinte minutos andando a buen ritmo, en coche llegaron en menos de diez. Su madre dejó el Focus encaramado de mala manera en la cuesta que había junto a una furgoneta polvorienta. Tras bajar del coche entendió porqué tenía que estar lejos de la población: el coro de ladridos era notable y se incrementó cuando llamaron al timbre. Esperaron un rato y volvieron a llamar. Y así hasta tres veces. Estaban a punto de irse cuando oyeron unos pasos y una llave girando dentro de una cerradura.
– Hola, nos hemos encontrado a un perro en el pinar mientras paseábamos al nuestro. Creemos que está herido en las patas de atrás. Lo tenemos en el coche – explicó su madre a la mujer que abrió la puerta. Parecía diez o quince años más joven que su madre, Martín la echó unos cuarenta, aunque se le daba bastante mal calcular la edad de las mujeres mayores. Les saludó con amabilidad, pero no parecía especialmente contenta de verlos. Salió del recinto para acompañarlos hasta el coche. Llevaba un mono de trabajo, un jersey grueso de lana y botas de goma verde como las que usan los jardineros.
– Vaya, no eres precisamente pequeño – dijo la mujer hablando con el perro. Miró de reojo al pitbull – Y parece que te llevas bien con otros machos. Eso está bien, facilita las cosas. Vamos a ver qué es lo que te pasa – añadió cogiendo la correa y animándole a bajar. El perro descendió cómo pudo, perdiendo el control de las patas traseras y aterrizando sobre la cadera izquierda sin una sola queja para luego volver a ponerse en pie. Martín y su madre dejaron a Logan dentro del coche cerrado y siguieron a la mujer hasta un pequeño despacho. Allí cogió un lector de chips y recorrió el cuello del animal sin éxito. No había ningún chip que diera información sobre su propietario.
– Voy a llevármelo a uno de los cheniles. Esperad un minuto aquí sentados que pronto vendrá una compañera a recoger la ficha, solo tenéis que poner dónde lo habéis encontrado, el nombre, DNI y la dirección. Poco más. No implica que asumáis ninguna responsabilidad, es simplemente una formalidad, una especie de registro de entrada como cuando llegas a un hotel- explicó afable.
A Martín le hubiera gustado despedirse del perrazo, pero cuando quiso reaccionar la mujer ya había desaparecido con el mastín renqueante. Se quedó mirando el pasillo por el que se había marchado mientras su madre completaba el formulario.
– Hola. Antes de nada, gracias por no dejarle tirado en el pinar –
Mastín se giró hacia aquella voz familiar. Era la chica del galgo. Estaba sentada al otro lado del escritorio. Su madre le devolvió el agradecimiento sin saber que eran vecinas. Ella dirigió una fugaz mirada de reconocimiento a un sorprendido Martín, pero no dijo nada. Se limitó a coger el papel y lo leyó rápidamente.
– Vaya, vaya. Martín nos trae un mastín – concluyó con una sonrisa escondida en la comisura de la boca.
– Supongo que sí – contestó él, notando la voz forzada y maldiciéndose por soltar semejante obviedad.
– Puedes darme un nombre para que le pongamos si quieres –
– ¡Bruce Willis! – exclamó sin pensar.
Su madre le miró sorprendida. A su vecina se le rebeló aquella sonrisilla oculta, mostrándose esplendorosa.
– La verdad es que es un nombre que le pega a un mastín. Sí señor, un buen nombre. A ver si le trae suerte – dijo escribiéndolo en el formulario – Hay perros que lo tienen especialmente difícil, y me temo que tu Bruce Willis es uno de ellos –
El primero de los mastines que ilustra este post es Brey, tiene nueve años, pesa unos 45 kilos y es muy tranquilo y mimoso.
Vera, la segunda, tiene una cojera debido a una fractura mal curada. Es tranquila, reservada, juguetona cuando quiere, guardiana de lo suyo, busca el cariño y es muy dulce. Pesa 45 kilos y tiene ocho años.
El último es Arroyo, con cerca de cinco años y cincuenta kilos. Pasea perfectamente con correa.
Están en el Albergue de Serín (Gijón). Contacto: 636157439
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